martes, 9 de noviembre de 2010

La madre



La Madre





Chop, Chop, Chop,... sonaba el ruido acompasado que hacía la mano del pilón



cuando partía el maíz depositado en el fondo de la abertura del tronco.



Los granos se partían, se trituraban, algunos saltaban fuera del pilón.



El ruido era acompasado y monótono.



Se detuvo el ruido y los grillos callaron, el picoteo de las gallinas que



merodeaban cerca de la molienda, en busca del grano caído paró, y las aves



quedaron en la posición del momento.



A pocos metros del pilón un perro famélico, que estaba echado debajo de un



Granado, levantó la cabeza,...





Chop, Chop, Chop... volvió a hablar el pilón.



Ahora el sudor de la frente de la piladora había pasado a sus mejillas.



El rubor de la aurora se pintaba por sobre la cresta de los montes a la espalda de la molienda.



Las gallinas continuaron su rítmico picoteo.



Otro puño de granos fue introducido en el hueco del pilón, y el sonido bajó de tono.





Mientras, la mujer pensaba. Las ideas jugaban entre sus cejas, en el fondo de las pupilas, en las comisuras de su boca, saltando al ritmo de sus pensamientos.



El sudor le corría por la espalda, soltó la mano de pilón y pasó su diestra por la frente con el dorso hacia fuera para secarla, no quería mojar los callos.



El Perro ladró.



La leña ardía sobre el fogón de barro sobre las topias, cobijadas por un lecho de cenizas, y despedía volutas de humo que ennegrecía la olla.



La mujer le echo una rápida mirada y dejando el pilón se alejó hacia su herencia.





Era una modesta construcción de bahareque sin encalar, cubierta por tejas patinadas de verdinegro por el tiempo.





Se oyó el llanto de un niño. La mujer apuró el paso, atravesó el corredor y entró en la única habitación de la casa.



En la estera de paja desplegada sobre un lado de la habita­ción, reposaba un pedacito de ella, de su amor, de su cari­ño.



El niño que la hizo madre, le sonrió entre lágrimas y a ella se le alegró el corazón, con esa alegría solo capaz de ser sentida por una madre.





Se reclinó a su costado, al lado de su corazón, y el seno cargado de leche fue a reposar entre los labios de la criatura, y ambos poco a poco se fueron quedando dormi­dos.



Afuera el agua hervía, las gallinas continuaban el incesante picotear, y el sol salía por sobre las montañas.





Carlos M Sebastiani B.



Margarita, Diciembre 1998

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