martes, 24 de julio de 2007

En Margarita

Margarita, 12 de julio de 2007
Macanao
A tempranas horas de la mañana llegamos a Chacachacare.
Todavía no se había encapotado el cielo y la vista desde la cima del puente era espectacular. Normalmente uno esta acostumbrado a transitar sobre puentes que salvan accidentes del terreno, o sobre corrientes de ríos de agua dulce, pero incluido el puente sobre el lago en Maracaibo no hay otro más espectacular en la vista que ofrece que el que salva la boca de la entrada de la Laguna de la Restinga.
Se puede apreciar las riberas llenas del tupido mangle, el hermoso canal que se abre, por un lado al mar generoso, y por el otro a La Laguna, que como una mujer bonita esconde miles de encantos sólo para brindarlos al que se acerque con cariño.
Los pueblitos de Macanao se muestran humildes en su concepción. Pero en el ambiente se saborea el cariño y la lucha tenaz de sus habitantes por hacer de su terruño un sitio placido y agradable. Las ensenadas tranquilas, algunas profundas, acogen varias flotas pesqueras, cuyos barcos de mediano calado pero de robusta estructuras, ofrecen un medio a los pescadores para extraer las más variadas especies; comerciar con ellas internacionalmente, o en alta mar, y en la propia Isla. Las casitas que forman los pueblos no tienen más pretensiones que la de cobijar a sus dueños, eso si, se ven bien cuidadas y arregladitas lo que indica el cariño de sus moradores. Al igual que los pequeños cementerios donde cada sitio de reposo de los difuntos posee un techito que los protege del sol. Todas las casas están juntas unas de otras en una sola sucesión, a excepción de las más nuevas que se abren a la salida y entrada del pueblo. La mayoría de los techos de tejas se ven pintados con el pincel de la pátina del tiempo. Los guayacanes y anones se adornan con sus mejores colores, y el ardiente sol no logra hacerles mella, ni a casas ni a los frondosos árboles.
Macanao presenta un paisaje xerófilo con abundantes cardones tunas y yaguares, no faltan las verdes cuicas, ni la retama. Y los guatapanares compiten con los yaques y cujies. La tierra se muestra árida pero por retazos hay explosiones de verdes, en tonos intensos y claros. Sobre todo en las depresiones del terreno que forman los pequeños cerros y accidentes de la topografía donde se acumula, y permanecen, las agua de lluvia por más tiempo, luchando sin rendirse ante el ardiente sol.
De las poblaciones de Macanao siempre me han gustado Chacachacare, Boca de Río, ambas de costa, y San Francisco mediterránea por naturaleza. San Francisco es de una sola calle principal y varias laterales donde las casas han sido vejadas, saqueadas, muchas veces con la complicidad de sus dueños, quienes venden sus tejas, puertas y ventanas que han acumulado la experiencia del paso del tiempo, para ser colocadas en nuevas construcciones, en un afán de darles un sabor de antaño.
Laguna de Raya, Punta Arenas, La Pared, El tunal, El saco, son playas donde uno tiene para escoger la que más le guste. Todas son oceánicas, blancas arenas y suave oleaje. Realmente a uno le provoca bañarse, introducirse suavemente en las aguas, y sentir la caricia del sol y el frescor de las mismas.
Una de las cosas que extrañe de este paseo por Macanao fue la ausencia de pájaros, los cuales siempre abundan en la zona. Entre el clima brumoso y las esporádicas lluvias me quitaron el placer de ver esas saetas de colores surcando el cielo.

CMSB

Cuentos de la Isla

Margarita, 9 de julio de 2007

Despertar en Margarita, la Isla.

Despertar y ver un amanecer en la isla es una de las cosas más bonitas y sabrosas que uno puede vivir y disfrutar. Sobre todo si ese amanecer se vive en algún pueblito, o en el campo lejos del mundanal ruido de las ciudades más desarrolladas.
Dependiendo de la época del año la aurora comienza a pelear con lo que queda de la madrugada pintando el cielo; primero, de un rosa tenue que se va acentuando hasta dar paso a la claridad del día y luego esa claridad que a las pocos minutos de salir el sol se hace refulgente.
Ahí comienza todo, el canto sonoro de los pájaros va aumentando hasta poder escuchar al menos diez o más especies: Chiros, reinitas, paraulatas o chulingas, conotos, turpiales, pej-pej, azulejos, guayamates, palomas de todo tipo, hasta los mismos periquitos tanto autóctonos, como foráneos. Y sin contar los incansables loros y cotorras margariteñas, capaces de emitir nombres y hasta frases cortas, que confunden a quienes no han tenido el placer de oír “hablar” a uno de estos pájaros, y hasta le contestan cuando piensan que es una persona que se está dirigiendo a ellos.
La brisa fresca se enseñorea y comienza a pasear por entre las copas de los árboles, como saludando al nuevo día, y procurando a la vez despertar a sus compañeros diarios de aventuras. El sonido que hace el follaje de los robles, acacias, guayacanes, cuicas, cujies, clemones, palmas datileras, y hasta los frutales como mangos, guayabas, y guanábanos, se unen a las vainas o maracas del samán margariteño, para alegrarle la vida a todo bicho viviente que habite entre ellos, y además aliviar los momentos calurosos del día.
Animales como perros y gatos comienzan su patrulla diurna, y en los corrales las aves estiran alas y patas, un lado por vez, para luego emitir los kikirikies y los clo-clo mientras saludan al mundo picoteando el piso.
Las olas retozan en un abrazo junto a la blanca arena, y las aves marinas planean paseando en el cielo persiguiendo al viento para aprovecharse de su bondad en un suave planeo.
Los olores del mar se mezclan con el del orégano de los cerros. El de las arepas peladas y/o raspadas, quienes compiten por llegar más lejos, mientras la leña roja de furia esparce volutas de humo con olor de campo, olor de ollas de barro cociendo un hervido, o fritando empanadas, quienes atesoran los más deliciosos sabores en su interior.


Pero hay días que la lluvia logra ganarle la partida al sol, y entonces es cuando afloran las ganas de seguir acostado. Por las ventanas se puede observar un cielo brumoso, plomizo, dejando caer la lluvia en gotas de un
mismo tamaño, casi perfectas. Mojando el suelo y sacando sonidos de los techos, los cuales parecen invitar a seguir durmiendo abrigado dentro de la sabrosa cobija.


Carlos M. Sebastiani B.

lunes, 23 de julio de 2007

domingo, 15 de julio de 2007

Cuentos de la isla

Margarita, 10 de julio de 2007

Un día de mediados del siglo pasado

El sol caía a pico levantando destellos y vapor de las piedras. El suelo calcinado parecía un erial festonado de retamas, yaques y cuicas. Piedras blancas y amarillas se confundían entre la blanquísima arena mientras los pequeños guasábanos y pitigueys, orgullosos exhibían las únicas notas de color que se podía apreciar en el paisaje.
Chico, “chico puente”, al que le decían así, porque su casa era la más próxima al pequeño puente de piedra, que unía las dos riberas de la torrentera que se formaba en invierno, dirigió sus pasos hacia el cerro Matahambre. Había tendido unos viejos trenes para cazar conejos, o cualquier otro animal pequeño que se liara en las redes: matacanes, gallinetas, cachicamos o rabipelados. Para ese entonces era la única forma de llevar comida para su casa.
Las virazones habían comenzado hacia menos de un mes -recordó-. Pensaba que él y su mujer debían racionar el bastimento de pescado seco del cual habían hecho acopio al igual que en las temporadas anteriores, hasta que acabaran los vientos; fecha que coincidía con el final de la cuaresma. Los pocos peñeros dedicados a la labor de pesca no se atrevían a salir por temor a ser atrapados en medio de un temporal y por eso la pesca escaseaba. A veces se metían en las caletas enormes cardúmenes de sardinas, y hasta de camarones. Cuando eso sucedía las fajinas para sacarlos y la fiesta en el pueblo era general
Una de la forma de completar el condumio cotidiano era cazar, así como recolectar las frutas y verduras que sembraba en su pequeño conuco. Lo regaba con la poca agua que podía extraer del aljibe y con las gotas del sudor de su trabajo.
A María su mujer, le gustaba hacer funche y aliñarlos con ajíes o cebolla, entonces se daban las grandes comilonas. Cuando llegaba a la casa después de las duras tareas del conuco, ella lo esperaba con su buen pedazo de funche y una buena ración de huevas secas de Lisa.
A veces cambiaban la dieta, María calentaba manteca de cochino y le agregaba sal, y aunque esta no se fundía en la manteca, los pedazos de arepa raspada mojada en la mezcla, y los traguitos de guarapo de café endulzado con papelón, le daban fuerza para trabajar todo el día.
Cuando mejoraba el tiempo, y los vientos no eran tan fuertes, se iba con su amigo Cheito: “culoebolla”, al que le decían así porque no sabía sumergirse para buscar botutos. Cuando lo intentaba solo lograba introducir debajo del agua la mitad del cuerpo hasta la cintura, mientras las piernas le quedaban afuera pataleando, intentando infructuosamente sumergirse en las profundidades. Sacaban guacúcos, tunucuyos, y hasta chipichipis de la blanca arena. Los caldos de estos moluscos solo condimentados con sal y ajíes dulces eran bien sabrosos y de lo más nutritivos.
Poco a poco se fue acercando al lugar donde había tendido los viejos trenes de pesca y vio la agitación de los pequeños arbustos que retenían la red. Esto era indicativo de algún animal había sido atrapado. Al ir recorriendo la red vio un bulto que e agitaba y emitía una especie de silbido en tono bajo, supo que era un conejo.
Esa noche comerían conejo con sabor silvestre, sabor da orégano, sabor de monte.
María se pondría bien contenta.

Carlos Sebastiani

Cuentos de la isla

Margarita, 10 de julio de 2007

Un día de mediados del siglo pasado

El sol caía a pico levantando destellos y vapor de las piedras. El suelo calcinado parecía un erial festonado de retamas, yaques y cuicas. Piedras blancas y amarillas se confundían entre la blanquísima arena mientras los pequeños guasábanos y pitigueys, orgullosos exhibían las únicas notas de color que se podía apreciar en el paisaje.
Chico, “chico puente”, al que le decían así, porque su casa era la más próxima al pequeño puente de piedra, que unía las dos riberas de la torrentera que se formaba en invierno, dirigió sus pasos hacia el cerro Matahambre. Había tendido unos viejos trenes para cazar conejos, o cualquier otro animal pequeño que se liara en las redes: matacanes, gallinetas, cachicamos o rabipelados. Para ese entonces era la única forma de llevar comida para su casa.
Las virazones habían comenzado hacia menos de un mes -recordó-. Pensaba que él y su mujer debían racionar el bastimento de pescado seco del cual habían hecho acopio al igual que en las temporadas anteriores, hasta que acabaran los vientos; fecha que coincidía con el final de la cuaresma. Los pocos peñeros dedicados a la labor de pesca no se atrevían a salir por temor a ser atrapados en medio de un temporal y por eso la pesca escaseaba. A veces se metían en las caletas enormes cardúmenes de sardinas, y hasta de camarones. Cuando eso sucedía las fajinas para sacarlos y la fiesta en el pueblo era general
Una de la forma de completar el condumio cotidiano era cazar, así como recolectar las frutas y verduras que sembraba en su pequeño conuco. Lo regaba con la poca agua que podía extraer del aljibe y con las gotas del sudor de su trabajo.
A María su mujer, le gustaba hacer funche y aliñarlos con ajíes o cebolla, entonces se daban las grandes comilonas. Cuando llegaba a la casa después de las duras tareas del conuco, ella lo esperaba con su buen pedazo de funche y una buena ración de huevas secas de Lisa.
A veces cambiaban la dieta, María calentaba manteca de cochino y le agregaba sal, y aunque esta no se fundía en la manteca, los pedazos de arepa raspada mojada en la mezcla, y los traguitos de guarapo de café endulzado con papelón, le daban fuerza para trabajar todo el día.
Cuando mejoraba el tiempo, y los vientos no eran tan fuertes, se iba con su amigo Cheito: “culoebolla”, al que le decían así porque no sabía sumergirse para buscar botutos. Cuando lo intentaba solo lograba introducir debajo del agua la mitad del cuerpo hasta la cintura, mientras las piernas le quedaban afuera pataleando, intentando infructuosamente sumergirse en las profundidades. Sacaban guacúcos, tunucuyos, y hasta chipichipis de la blanca arena. Los caldos de estos moluscos solo condimentados con sal y ajíes dulces eran bien sabrosos y de lo más nutritivos.
Poco a poco se fue acercando al lugar donde había tendido los viejos trenes de pesca y vio la agitación de los pequeños arbustos que retenían la red. Esto era indicativo de algún animal había sido atrapado. Al ir recorriendo la red vio un bulto que e agitaba y emitía una especie de silbido en tono bajo, supo que era un conejo.
Esa noche comerían conejo con sabor silvestre, sabor da orégano, sabor de monte.
María se pondría bien contenta.

Carlos Sebastiani