martes, 9 de noviembre de 2010

El viejo y la troja.


El Viejo y la Troja (extracto de mi novela “Una historia cualquiera”)



A poco de levantarse, el viejo dirigió sus cansinos pasos hacia la Troja de observación, su Troja.


Ya no quedaba nada del árbol original, tan solo el raído tronco del viejo Toco que se había atrevido a crecer cerca del mar y que asomaba por la apuntalada plataforma.



Recordó como había ido armando la Troja, con los pequeños trozos de madera que arrojaba el oleaje a la Playa.



Quince o veinte años atrás, no recordaba con precisión, había sustituido la vieja enramada que le sirviera de tapasol y que se asentaba sobre el tronco del otrora frondoso árbol, por un pedazo de latón que había venido volando con el viento.


Observo la mar y sintió el sabor salino y compañero en la garganta.


El piso y el techo de la Troja no median más de un metro cuadrado, y entre ambos, un poco más de un metro de altura, espacio suficiente para sentarse a otear el horizonte con comodidad.


Una pequeña baranda le servía de respaldo. El conjunto en total se elevaba del piso unos tres metros.



Setenta años tenía El Viejo, setenta años mirando la Mar.


Su padre le había enseñado a distinguir a las corrientes y al viento, a descubrir las manchas de peces, por el color de las aguas.


Por la forma de moverse el cardumen, sabía que tipo de peces era, entonces, cuando joven, corría al pueblo a unos cinco kilómetros de distancia, al principio el trayecto le parecía corto, más con el tiempo se le hizo cada vez más largo.


Al llegar al pueblo formado por unas veinte o treinta casas gritaba anunciando la calada de peces. Los perros eran sus compañeros de pregón. Entonces el pueblo se animaba, los hombres corrían a los botes, aparejaban las velas con mano diestra, revisaban las redes y aperos de pesca y a los pocos minutos surcaban raudo las aguas hacia el sitio anunciado.



Cuando el pelo se le fue blanqueando, busco ayudante, Gollito Cazón, entonces era el muchacho el que corría hacia el pueblo, gritando como El mismo lo hiciera en su juventud.


Una especie de sonrisa se esbozo en sus labios, y siguió con el recuerdo en la mirada.


¿Cuánto tiempo hacía que se había muerto su ayudante, 15, ó 20 años? ; Realmente no lo recordaba.


Siempre lo veía llegar por el camino, con paso rápido y su pequeño mapire con el bastimento al hombro. Gollito nunca había querido quedarse con Él, entre sus cuatro tablas, como le decía a su rancho.


El día que murió el Gollo, que así también le decía, había tenido un presentimiento. Había percibido sus pasos sin que estuviera presente. Nadie le había ido a avisar de la muerte de su ayudante pero aun así él lo supo.


A media mañana se había dirigido al pueblo, y su presentimiento fue asegurado cuando vio la fajina en el terreno que hacia las veces de cementerio.


Al llegar a la humilde casa que fuera hogar de su ayudante, la pena de sus familiares lo recibió. Entro con el sombrero en la mano y se acerco hacia el cajón donde yacía su amigo.


Se despidió con el corazón y la mirada, y regreso a la Troja acompañado por el Gollo en sus recuerdos.



Poco a poco lo fueron olvidando. El no necesitaba al pueblo, y el pueblo no lo necesitaba a Él. Ahora los botes no pescaban en su horizonte, cada vez iban más lejos, pintando el agua con una larga estela blanca, con esas cosas que llamaban motores, ya no era lo mismo.



Sintió un ruido a su izquierda y volteó, era su amiga la gaviota. Todas las Mañanas se paraba en la baranda de la Troja para verlo comer su ración de pescado del día. Pescado que Él extraía del mar, y salaba con la sal que Él mismo recogía.


La gaviota se entretenía observándolo, y Él disfrutaba viendo la gaviota, se hablaban con la mirada, se sonreían, eran habitantes del mismo espacio, al rato lo saludo con un chillido y se despidió. Él la persiguió con la mirada, en su camino hacía el mar. Luego vio el cielo, su Troja, y sintió el olor a sal que traía el viento.


Se vio la piel correosa de los brazos, y penso que era un buen día para morir.



Se levantó y empezó a desarmar la Troja, primero quito el techo, después los soportes que la apuntalaban, en uno de ellos estaban escritas unas letras, nunca supo que decían. Recordaba en forma especial el día en que había encontrado ese pedazo de madera. El día antes había soplado el viento que presagia mar embravecida, las olas habían llegado casi a saludar personalmente sus cuatros tablas, salpicándolas con agua y sal. Fue una marejada la que arrojó a su playa el trozo de madera.


Siguió en su tarea de desarmar la Troja, la cual poco a poco fue desapareciendo. Había tardado bastante, la edad le había quitado fuerza a sus manos, y, además, la traba de la madera había sido buena.



El sol ya comenzaba a declinar en le horizonte cuando culmino la parte más difícil que era la de desarmar la plataforma, pero finalmente lo había logrado, antes que se pusiera el astro.


Los trozos de madera eran grandes y pesados para llevarlo a su rancho, y él sabia que era un trabajo arduo, pero una vez iniciada la faena no se detuvo hasta que los hubo apilado al lado de un montón de redes viejas a las cuales les había dado forma de cama y sobre las que dormía; quería que los compañeros de tantas jornadas, estuvieran presentes y lo acompañaran en el momento de su muerte. Poco a poco fue creciendo el pilón de madera. Lo último que se trajo fueron los escaños de la escalera.


Cuando transportaba el último pedazo de madera, y al llegar a la puerta del rancho, miro hacia el sitio donde se había levantado su Troja por treinta o cuarenta años, y vio el viejo tronco del Toco, que enhiesto y solitario, señalaba hacia el cielo como indicándole el camino, una vez partiera.



Se despidió del viejo amigo con un suspiro y entró al rancho, coloco el último trozo de madera junto con los otros. Y vio por una pequeña abertura de la pared que le servía de ventana, como el sol se escondía en el horizonte, pintando de rojo a la mar.



Cuando entró se paró en el centro del cuartucho. Vio el recipiente que había usado toda su vida para recoger el agua. En temporada de lluvia lo llenaba hasta rebozar, ya que durante la época de sequía se veía obligado a caminar hasta un pequeño manantial, con agua sabor a mar pero que le calmaba la sed. Con el tiempo se había acostumbrado a su sabor, y lo compartía con los animales del paraje. Pero cada vez se le hacia mas lejos el trayecto ya que tenia que caminar hasta el pie de monte de la montaña. Esto hacia una jornada de más de medio día, que cada vez se le hacia mas larga.


Recordó con tristezas sus amigos del camino, las cuicas, los guayamates, el viejo panal de miel, la arena blanca y fina, que le indicaba el camino, y que lo acompañaba casi todo el trayecto, hasta convertirse en una tierra casi negra y muy fértil, le daba lastima no poder despedirse de ello, pero era un buen día para morir.



Al fondo en un rincón, sus anzuelos le hacían interrogaciones, pero prefirió no contestarles.




Después se dirigió a un montón de redes y las acomodó siempre lo hacia, las vio con cariño, no recordaba como habían llegado allí.



Se tumbo sobre la improvisada cama, cruzo los brazos sobre el pecho y se dispuso a esperar la muerte. Recordó que tenia años que no hablaba, no tenía con quien, intento hablar, para oír su voz, para oírla por ultima vez, para escuchar las palabras que le salieran del corazón...


¿Pero que diría, a quien llamaba?-


Entonces recordó a su padre y lo llamo, más con el corazón que con la garganta. Una voz reseca áspera, se escucho entre las cuatro paredes, Padre,...Padre,...


Una lágrima más de sal que de agua se desprendió de sus ojos, su voz se apago.


Sintió como afuera crecía la sombra oyó el canto de los grillos, durante un buen rato sintió el paso de la luna.


Las piernas se les fueron aflojando, poniendo frías, las sentía como un peso muerto, después fue el estomago, sintió calambres en el pecho y en la espalda, la flojedad de sus brazos, como si no le pertenecieran, penso en Dios, aunque no lo conoció, nunca le había faltado. Supo que la muerte se acercaba, la noche iba pasando, poco a poco se fue sumergiendo en la oscuridad de su conciencia.



Todo era tan frío y tan oscuro, solo al fondo había una resplandor, al acercares, diviso a su padre, si estaba seguro que era El, conversaba con Gollito Cazón, lo llamaban, más atrás estaba Julio, el loco del pueblo, que a veces, se dejaba caer por su Troja, Ernestina la mujer que le hubiera cambiado la vida, cuando iba al pueblo anunciando la calada, la veía hermosa, trabajando entre sus mapires, pero nunca se atrevió ni siquiera a saludarla, quizás ahora podría hablar con ella, contarle sus sueños, la vida que pensaban para ellos dos juntos, a todos los que veía, habían muertos, el estaba muriendo.



El sol se filtraba por las aberturas del techo, y le daba de lleno en la cara, levantó las manos y se las vio secas y arrugadas, se levantó del catre, estiro su desvencijado cuerpo. Vio los anzuelos que seguían haciéndole interrogaciones.


Agarró uno de los trozos de madera que le servían de escaño para las escaleras, y encamino sus cansinos pasos entre el arenal hacia el viejo tronco del toco, otra noche sin morirse, volvería a armar su Troja, volvería a avistar los peces para anunciárselos a los vecinos del pueblo, pero solo con el corazón, otro día moriría... no lo querían en el pueblo, no lo querían en el cielo, solo la soledad, parecía querer tenerlo consigo, para que la acompañara......





CARLOS MARCOS SEBASTIANI BATES


(06/04/2000)




Extracto de mi novela: Una historia cualquiera

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