miércoles, 27 de agosto de 2008

El reloj del Paseo Orinoco (Cd. Bolívar)

El Reloj del Paseo Orinoco
(Ciudad Bolívar, Estado Bolívar- Venezuela)

El magma, pugnaba por moverse a través de kilómetros de roca que lo separaba de la superficie.
La roca solidificada en el proceso era sometida a altas presiones y temperatura.
El contacto con la ígnea masa hacía que la piedra se derritiera y se descompusiera en sus elementos primarios, para volver a estructurarse cuando bajaba la temperatura.
Capas enteras de miles de kilómetros de largo y cientos de ancho, se desplazaban una sobre otra. Este desplazamiento sometía los bloques pétreos a fricciones inimaginables para formar todo tipo de detritus rocoso y aleaciones.
Los metales se fundían y se evaporaban. Luego volvían a solidificarse cuando variaba las condiciones, o cuando eran expulsados hacia arriba por las fallas que encontraban.
Estas fallas terminaban generalmente en gigantescos volcanes sobre kilómetros de corteza que se fueron construyendo lentamente.
El planeta había tardado cientos de miles de millones de años en solidificarse.

El hombre palada tras palada iba llenando el carretón con la piedra extraída duramente en la mina de cobre. La piedra contenía sulfuro de ese metal, cosa que le daba un aspecto rojizo; en un lado era parda, y en otro brillante. El sudor le caía en grandes gotas sobre el material que paleaba. Una gruesa gota cayó sobre una enorme piedra que el hombre decidió introducirla directa con la mano dentro de la carreta. Después de llenarla la llevó al vagón que lo cargaría hasta el sitio donde separarían el sulfuro de cobre de la dura piedra.

La casiterita, bióxido de estaño, es escasa en la corteza terrestre, este material contiene el metal de color diamantino que en ese momento trabajaban en la fundición.
El fundidor se afanaba en los crisoles para obtener la mezcla perfecta. Fundió y filtro varias veces el material por separado, en las proporciones exactas, una y otra vez hasta obtener un material puro sin ninguna clase de ripio.
Los moldes donde vaciaría el bronce, producto de su aleación, habían sido trabajados con cuidado.
Uno era un acabado directo. Era una especie de base de un solo brazo para ser adosado a una pared. Se podían apreciar varias vueltas, especies de círculos y rosetas que se formaban una dentro de otra, dando al apoyo un carácter fuerte y hermoso de las ramas caprichosas de un árbol. Otros moldes eran láminas para contener el dispositivo mecánico, eran redondos y finos.
Una vez desmoldados habría que pulirlos y llevarlos al tamaño requerido; laboriosamente poco a poco con limas de todo tipo y brocas para los agujeros que los sujetaría.
El bronce orgulloso saldría de los crisoles y miraría de reojo las pocas piezas de latón y de hierro forjado que conformarían el conjunto.

A varios kilómetros de la fundición, el relojero trabajaba laboriosamente en el mecanismo. Decenas de piñones se alineaban en un orden solo conocido por él.
En ese momento se afanaba en el mecanismo de escape que liberaba un piñón que se adosaba al cintillo metálico enrollado. Este cintillo de forma circular recibía cada vuelta para impulsar el mecanismo liberador del piñón de las manillas en engranajes cuidadosamente calculados. El dispositivo para la energía eléctrica e iluminación del reloj estaba adosado al cuerpo principal del reloj, el cual seria introducido en la armazón que previamente había diseñado para ser vaciada en la fundición.


El barco remontaba el Orinoco un poco más arriba de su punto de atraque, para luego en el trayecto de descenso atracar cuidadosamente en Puerto Blhom. Las bodegas venían repletas de mercancía. Zarpó de algún puerto Europeo haciendo escala en varios fondeaderos de distintos países, cargando y descargando mercancía. Una caja de regular tamaño que había sido embarcada en Alemania reposaba recostada de uno de las mamparas.

El dispositivo contenido en la caja sentía el bamboleo del barco, y las voces de los estibadores al subir y bajar nueva mercancía. Presentía que había llegado a su puerto de destino.
Al poco rato después de oír palmadas y risas, así como los gritos de los marineros en la maniobra de atraque, sintió movimiento en los cajones aledaños.
Sintió cuando era levantado con cuidado y subido a la cubierta, luego lo bajaron por la rampa y lo subieron a una carreta.
Oía voces extrañas algunas en un idioma que no conocía.
Luego sintió cuando lo bajaban de la carreta y lo colocaron en una bodega, el ambiente era cálido y a la vez húmedo. Pensó que todavía no le tocaba exhibirse ni marcar el tiempo.
Pasaron varios días y tenía miedo de haber sido abandonado.

Una mañana notó que abrieron la puerta de la bodega y como quitaban la pesada lona con la que habían cubierto la caja que lo cobijaba. Lo llevaron hasta una gran mesa y comenzaron a desembalarlo. La primera claridad que toca su metálica piel le llenó de gozo. Sintió unas manos conocidas que lo limpiaban y le sacaban el poco polvo que había agarrado en el viaje. Luego lo fueron armando, ahora sentía su cuerpo completo. Sentía su apoyo, se enorgullecía de lo claro de su cristal, sus hermosas manillas que terminaban en forma de lanza una, y otra parecía un corazón. Sentía la precisión de su mecanismo, estaba deseoso de recibir los rayos del Sol y la caricia de quien sería su eterna enamorada: la luna.
Oyó varias voces. Sintió como fue cubierto por una tela espesa y colocado de nuevo en un coche. Varias personas iban en la parte de atrás del quitrín, eran varios quitrines y carretas que lo acompañaban. El trayecto fue corto más bien, y mucha gente aplaudía cuando pasaba por el frente de las casas que se alineaban en una línea recta perfecta. Los niños reían y saltaban corriendo al lado de la carreta formando una gran algarabía. El vehículo dio una vuelta en la esquina y llegó a una hermosa casa de ventanas forjadas. Ya habían sido instalados unos anclajes que solo esperaban por él.

Los propiciadores de que él estuviera ahí, se habían retirado junto con las autoridades de la ciudad, mientras el desfile de personas era interminable. Muchos pasaban varias veces para ver el reloj. Otros sencillamente se sentaban en los brocales de las jardineras. O se detenían charlar entre ellos echando miradas disimuladas hacia el Reloj. En la noche sería otro espectáculo ya que el Reloj poseía iluminación propia.

Con el tiempo el reloj se acostumbró a la gente que lo miraba, a los rayos ardientes del sol, a las fuertes lluvias. Podía ver las crecidas de su cercano compañero: El Orinoco, que más de una vez fue a visitarlo hasta los bordes de la casa donde el estaba asentado. Vio crecer los ahora frondosos árboles. Vio construir y derrumbar edificios como el antiguo mercado. El malecón que bordeaba el rió.
Sintió el pavor de la gente durante las guerras civiles. La Batalla del Cerro del Zamuro. Vio llegar los barcos cargados de tropa. La caída de Pérez Jiménez en el 58.
Vivió las fiestas de la ciudad. Un día oyó sobre la construcción del puente para atravesar su amigo el Orinoco y se sintió orgulloso con él.
Oyó la música de Alejandro Vargas, A Carmito Gamboa, al Pollo Sifonte. Se deleito con las notas de la trompeta de Juanito Arteta. Y más recientemente a Serenata Guayanesa.
Que sabrosas era la música y fiestas que se daban en el Mirador, hasta las pequeñas olas del rió bailaban a los sones de la música de todos estos artistas.
Como le gustaba el grito de ¡ya salió la sapoara! y ver evolucionar a los pescadores en sus piraguas con velas al viento, o cuando años atrás por el viejo paseo debajo de los segundos pisos de las construcciones, los vendedores voceaban sus mercancías en elaboradas carretas o en la sencilla carretillas: Turrón, Turrón de los Souhterland, jalea de mango, turrón de moriche, o mamón, el mamón, o pirulí, aquí llegó su pirulí, y tantas otras cosas que oía vocear; como le gustaba el olor de una mata de sarrapia que estaba cercano a él..

Las cosas habían cambiado mucho, la gente no lo miraba. A veces, de tiempo en tiempo, sentía alguna mirada que se posaba sobre sus bronces, Eran ojos cansinos acompañados por arrugas y canas, eran sus viejos amigos, había visto partir a muchos y había hecho nuevos.

Pero la ciudad seguía su propio paso y lo estaba dejando atrás.
Como le gustaría volver a marcar las horas, con orgullo, sintiéndose necesario, sintiéndose visto, sentir que las miradas se posaban de nuevo sobre él.
Ver como los visitantes se quedan asombrados ante su categoría. ..... y sobre todo poder dar la hora para aquellas personas románticas que elevaran su mirada y sacar un hermoso recuerdo de sus propias memorias.

Carlos Marcos Sebastiani B.


Los Castores 3 de mayo de 2004

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