miércoles, 27 de agosto de 2008

Añoranzas

Los Castores, 27 de agosto de 2008

Añoranzas

Atravesar un valle conformado por vegetación xerófila en la Isla de Margarita lo llena a uno de sorpresa por su generosidad, belleza y reminiscencias. Muchos hay: Arimacoa, Valle de Pedro González, o el Salado, como se le conoce ahora, El del Caraney, a las faldas del cerro con el mismo nombre, al sur de la Isla, y en frente de la laguna las Marites. Los pequeños valles que se forman en la zona del Espinal, donde hasta grandes datileras llenan los espacios; los de la zona del Cardón, al nordeste de la isla; estos en la sección de la Isla que se conoce como Margarita.
En la Península de Macanao, la otra sección, el bajo índice pluviométrico, es aprovechado por estos paisajes, los cuales se alegran además por la fauna de pájaros, conformada por más de cien especies diferentes de aves que hacen del terreno el lienzo que pintan en sus vuelos con sus multicolores plumas.

Particularmente me atraen mucho los que se forman entre los pequeños cerros que están a medio camino entre Pedro González y Altagracia: Sitio de Suárez, o Los Hatos, como también se conoce a esta población del norte de la isla. No solo por la variedad de cactus, yaques, yaguares, pitiguey, guasábanos, cuicas, arbustos de verde intenso en cualquier época del año, retamas, tunas, orégano, sábilas, caracueyes con su centro de color rojizo, y muchas otras herbáceas, perdidos olivos y guayacanes que festonean el terreno, sino también por la composición morfológica del mismo
El terreno es pedregoso suelto, de granitos variados, constituido por partículas finas o medias, formado por cristales de cuarzo, feldespato y mica que junto a las lajas, al canto rodado, y la serpentina pelean con la arena blanca, o rojiza, por adueñarse del espacio.
A pleno sol, hasta las piedras parecen chirriar, pero la sombra de una cuica, o un árbol de guayacán perdido, alivian los rayos solares del camino.
Cuando llueve es otra cosa. Las carnosas hojas de las tunas, cardones, y otros arbustos se desvisten de polvo y agradecidos liban la dulce agua, Pequeñas corrientes se deslizan por las grietas del terreno hallando el camino formados por miles de lluvias caídas. El parduzco y los verdes apagados renacen en todo su esplendor. Verdes de miles de matices, los rojos de las brotadas y dulces tunas, el humilde pitiguey, dulce y refrescante, la sabrosa curichaguas y hasta los pepinos de monte se hinchan hasta reventar. Cuando deja de llover es otro espectáculo, entonces son saetas de colores que surcan el cielo, trinos, pitidos y cantos sonoros, de miles de pájaros que celebran la lluvia y enseñorean su territorio. Hora de bañarse en los pequeños pozos y de volar de rama en rama, de árbol en árbol, buscando los frutos más vistosos. En lo alto los zamuros saludan el cielo.
No hay nada más sabroso, en estos particulares valles, que después de una lluvia poder oler la leña recién encendida.
El humo abraza los árboles, se hace neblina el paisaje, hora de calentar el aripo y de arrimar las sabrosísimas arepas de maíz raspado (con cal), o pelado (cenizas), que se doran al rescoldo de la brasa.
En algún conuco el olor de café recién colado y un pequeño tronco para sentarse se hacen compañeros por un buen rato

A lo lejos se oyen los ladridos de los perros, o el rebuzno de algún burro.

Carlos Marcos Sebastiani B

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