domingo, 15 de julio de 2007

Cuentos de la isla

Margarita, 10 de julio de 2007

Un día de mediados del siglo pasado

El sol caía a pico levantando destellos y vapor de las piedras. El suelo calcinado parecía un erial festonado de retamas, yaques y cuicas. Piedras blancas y amarillas se confundían entre la blanquísima arena mientras los pequeños guasábanos y pitigueys, orgullosos exhibían las únicas notas de color que se podía apreciar en el paisaje.
Chico, “chico puente”, al que le decían así, porque su casa era la más próxima al pequeño puente de piedra, que unía las dos riberas de la torrentera que se formaba en invierno, dirigió sus pasos hacia el cerro Matahambre. Había tendido unos viejos trenes para cazar conejos, o cualquier otro animal pequeño que se liara en las redes: matacanes, gallinetas, cachicamos o rabipelados. Para ese entonces era la única forma de llevar comida para su casa.
Las virazones habían comenzado hacia menos de un mes -recordó-. Pensaba que él y su mujer debían racionar el bastimento de pescado seco del cual habían hecho acopio al igual que en las temporadas anteriores, hasta que acabaran los vientos; fecha que coincidía con el final de la cuaresma. Los pocos peñeros dedicados a la labor de pesca no se atrevían a salir por temor a ser atrapados en medio de un temporal y por eso la pesca escaseaba. A veces se metían en las caletas enormes cardúmenes de sardinas, y hasta de camarones. Cuando eso sucedía las fajinas para sacarlos y la fiesta en el pueblo era general
Una de la forma de completar el condumio cotidiano era cazar, así como recolectar las frutas y verduras que sembraba en su pequeño conuco. Lo regaba con la poca agua que podía extraer del aljibe y con las gotas del sudor de su trabajo.
A María su mujer, le gustaba hacer funche y aliñarlos con ajíes o cebolla, entonces se daban las grandes comilonas. Cuando llegaba a la casa después de las duras tareas del conuco, ella lo esperaba con su buen pedazo de funche y una buena ración de huevas secas de Lisa.
A veces cambiaban la dieta, María calentaba manteca de cochino y le agregaba sal, y aunque esta no se fundía en la manteca, los pedazos de arepa raspada mojada en la mezcla, y los traguitos de guarapo de café endulzado con papelón, le daban fuerza para trabajar todo el día.
Cuando mejoraba el tiempo, y los vientos no eran tan fuertes, se iba con su amigo Cheito: “culoebolla”, al que le decían así porque no sabía sumergirse para buscar botutos. Cuando lo intentaba solo lograba introducir debajo del agua la mitad del cuerpo hasta la cintura, mientras las piernas le quedaban afuera pataleando, intentando infructuosamente sumergirse en las profundidades. Sacaban guacúcos, tunucuyos, y hasta chipichipis de la blanca arena. Los caldos de estos moluscos solo condimentados con sal y ajíes dulces eran bien sabrosos y de lo más nutritivos.
Poco a poco se fue acercando al lugar donde había tendido los viejos trenes de pesca y vio la agitación de los pequeños arbustos que retenían la red. Esto era indicativo de algún animal había sido atrapado. Al ir recorriendo la red vio un bulto que e agitaba y emitía una especie de silbido en tono bajo, supo que era un conejo.
Esa noche comerían conejo con sabor silvestre, sabor da orégano, sabor de monte.
María se pondría bien contenta.

Carlos Sebastiani

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