domingo, 20 de septiembre de 2009

Los Castores, 6 de septiembre de 2009

El templo de Santa Ana del Norte (Isla de Margarita)

El hombre caminaba por sobre los escombros. Cabizbajo, meditabundo. Con una gran melancolía, veía a un lado y al otro. Todo estaba destruido sin techo y con las paredes enseñando su armazón de barro y cañas, o los bloques de arcilla hechos a mano y cocidos con el reverberante sol del Cercado. Bolívar movió la cabeza con pesadumbre, aunque siempre sintió un desapego por las cosas terrenales, ese era el Templo donde había dado inicio a la lucha que consolidaría la Tercera república, donde se inició el final de la guerra por la libertad de su país, y los de sus hermanos suramericanos. Recordó el potente y valeroso discurso del General Arismendi, el cual conmovió, e hizo crecer un halito de esperanza a los conciudadanos presentes. Arismendi logró que fuera reconocido como jefe supremo de los ejércitos libertadores. Las personas que se agolpaban en las puertas y se aglomeraban en las ventanas, celebraron con gran alegría y bullicio, ya presentían que muy pronto la Isla sería libre. Militares y civiles se unieron en un solo aplauso, para luego celebrar la Santa Misa y dar gracias al Altísimo.
Pero qué tristeza sentía Bolívar, los hijos de la República no habían sabido conservar este pequeño pedazo de su historia, al igual que tantas otras cosas de su ideario. El gobierno central por el que tanto había luchado se había convertido en una farsa de sí mismo. Todos eran hipócritas unos más que otros, y a todos los guiaban sus propias intenciones.
Se agachó y recogió una pequeña pieza de madera la sostuvo en sus manos y pensó que años atrás, posiblemente había oído sus propias palabras, convenciendo a los generales y dando después gracias por el reconocimiento de su jefatura.
Sintió unos pasos detrás de él y quedó mudo de asombro, Jesús, quien irradiaba un blanco incandescente se le acercó y colocándole su mano sobre el hombro le dijo:
-Hijo mío esto es cosa de los hombres, así pagan los esfuerzos y la dedicación. Pero no te lamentes más, tú vivirás para siempre en los corazones de nuestros semejantes de buena voluntad, no así de los que han mancillado tu memoria. Mi abuela Ana reza por todos nosotros, y sufre por la desidia de los responsables de esta atrocidad, es bueno aprender a perdonar.
Bolívar sintió unos pasos detrás de él y vio que se acercaban el General Arismendi, Francisco Esteban Gómez, y Policarpo Mata, con sus atuendos de Generales, más atrás, estaba Bernardino Díaz (DIN DIN), el padre Montaner, Monseñor Márquez, Secundino, el mayordomo de la Cofradía del Santísimo, venía con los ojos nublados por las lágrimas. Consuelo Arocha y su hermano desde un rincón desgranaban un rosario, Evelio Caraballo hacía esfuerzos por no soltar un improperio enfrente de Jesús, y de tantas personas honorables que se iban agregando a la multitud. Habían asistido personas del Cercado, del Maco, de Tacarigua, de Los Lista, desde la Vecindad, todos querían compartir con Jesús y con Bolívar, aquellos momentos de pesadumbre y de reflexión.
Bolívar se despidió de Jesús quien con una sonrisa de comprensión le dio un fuerte abrazo.
Los parroquianos se acercaron al Libertador y comenzaron a hablar entre ellos, de repente todos callaron, una viejecita se acercó y cuando la tuvieron casi junto a ellos reconocieron a Doña Ana, la abuela de Jesús.
-Hijos míos –dijo con una voz clara y fuerte- Se cómo se sienten ahora, pero mi nieto que ve el principio y el fin, sabe lo que sucederá, yo por mi parte, les digo que en este, mi templo, se bautizaran y se matrimoniaran muchos parroquianos, se celebraran sacramentos hasta el fin de los tiempos, así es que alégrense los que posean Fe, Esperanza, y Caridad, y no así los culpables de las condiciones en que se encuentra mi templo, ellos correrán en vida con las consecuencia de sus actos. Sólo un arrepentimiento sincero y la reposición de nuestro templo les ayudarían a restituir por su pecado.

El sol pugnaba contra las tinieblas de la noche que llegaba a su fin, mientras Monseñor Alzate se levantaba con el corazón contrito; un día más se les venía encima con el templo casi en ruinas.
Dentro del templo los presentes se arrodillaron con la vista hacía el lugar donde solía estar el sagrario y con una sola voz, en comunión, cantaron:
-Tu reinaras, este es el grito, que ardiente exhala nuestra Fe…


Carlos M. Sebastiani B

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