miércoles, 26 de diciembre de 2007

La picua

Altagracia, 21 de diciembre de 2006

La Picua.
Las tablas estaban con el color original desconchado. La Picua no era más que un montón de tablas. A un lado estaba lo que quedaba de la popa: el soporte del motor que otrora rugiera poderoso hollando las aguas del mar, y varias tablas que conformaban el soporte del timón. Al centro unas pocas tablas de lo que había sido su fondo y parte de un costado, y al otro lado del patio un pedazo de la quilla y de la proa. Daba pena ver el arrume de tablas regadas sin concierto. Los animales montados sobre ellas: gallinas y perros las habían hecho su lugar de descanso. Hasta una cotorra se paseaba por un pedazo de la borda de babor que permanecía pegada a la proa.
La Picua recordaba el día de la tragedia, de su tragedia. Había estado surcando las olas hacía poniente en busca de los pecios de pesca. El día anterior las nasas fueron arrojadas y marcado el sitio. Ese día se recogería la cosecha, lo pescado. Sentiría en su interior el resollar de los peces en busca de agua donde poder respirar, sentiría su último halito de vida. La alegría de los hombres por la pesca lograda, sentiría la brisa marinera, el roce de su cuerpo contra el mar como lo había sentido infinidades de veces, el mar su compañero, su sostén y su razón de ser. Después llegaría a puerto, su fiel compañero, donde una vez recogido y limpio su interior de todo utensilio se mecería sobre las aguas placidamente hasta que llegaran los pelícanos o alcatraces, a posarse sobre su maderamen. Al principio uno, luego cientos hasta el punto que casi la hacían hundirse por el peso.
Habían transcurrido poco más de una hora cuando se dio cuenta que no soplaba su amiga la brisa, la mar estaba en calma , parecía un plato, pero sintió que algo andaba mal, no había pájaros en el cielo. Y el color de la luz del sol no era el acostumbrado. Faltaba poco para que anocheciera y un oscuro presentimiento se paseo por entre sus tablas. Otros botes lo contaban al cobijo del puerto. En las noches de luna, cuando era posible ver pasear los peces a su alrededor y la tranquilidad era dueña, se producía el temido mar de leva, eran tres palabras pronunciadas quedito y con aprehensión. Contaban otras naves aun más grande que ella, los destrozos las desapariciones, inclusive los muertos que habían ocasionada esos pavorosos momentos en que la mar se embravecía, a lo mejor sin motivo. Pensaba que la mar siempre daba signos de lo que iba a hacer, por eso sentía esa aprehensión que no sabía, o podía explicar. Primero comenzaron las olas a batir con más fuerza, sentía las corrientes debajo de la quilla, pasaban apuradas y comentando su rabia. Luego fue la brisa, primero soplaba tenuemente en un solo sentido, pero después arrecio y encrespaba la superficie de las olas. Soplaba desde distintos puntos. Luego el sonido del mar embravecido, producto de la conjunción de todos estos elementos. Y en el culmen estalló la tempestad, fue como si se abrieran las puertas del cielo. Truenos y relámpagos, rayos y centellas, agua y viento, todo combinado con la fuerza que generaba la mar. Solo sintió el empujón, sintió como el cabo se rompió de un solo tiron y el ancla quedo clavado en el fondo mientras el apreciaba lo que era volar por los aires en medio de una mar tormentoso. Voló desde las aguas del medio de la bahía a varios metros dentro de la playa. Primero cayó de punta y sintió como su quilla, su columna vertebral se partía. Sus costillas estallaron y el rodó por sobre la arena, partido en varios pedazos, hasta quedar mudo del dolor, ya era un desperdicio, sentía como le dolían cada una de sus caduernas, y a algunas las veía esparcidas sobre el empapado terreno, Ya era escombros, ya no sería el elegante bote que surcaba airoso el mar en busca del preciado pez. La picua no navegaría más.
Carlos Sebastiani B.

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